quarta-feira, 20 de outubro de 2010

“El circo democrático”

Unas décadas atrás las ciencias sociales y políticas entendían por masa a un enorme conjunto informe e inexpresivo de individuos anónimos sin vínculo alguno entre si (véase la serialidad sartreana), o con una coherencia circunstancial y efímera. Essa noción de masa mal disimulaba su sinonimia con términos peyorativos tales como: plebe, muchedumbre, gentuza etc.
La división de la masa en clases sociales, o bien fue ignorada arbitraria y astutamente, o sus luchas fueron idealizadas como siendo “el motor de la historia”, o su validez fue cuestionada por una enorme dificultad para definirlas “científicamente”. Diferenciar todos esos nombres del conjunto difuso llamado “pueblo”, sigue siendo un desafío para el conocimiento.
Últimamente pensadores neo-revolucionarios han acuñado (o exhumado?) el concepto de multitud para la masa como significando una pluripotencialidad anárquica, imprevisible aunque no indeterminada.
Sea como sea que ese colectivo se caracterice y se defina, lo cierto es que, en las democracias constitucionales, la gran mayoría de sus componentes elije sus representantes gubernamentales indirectos mediante el voto, libre y secreto. Este procedimiento, que ha sido, si duda alguna, una conquista fundamental en la historia universal, no obstante, está lleno de defectos e insuficiencias.
Comenzando por el sugestivo hecho de que, en los países en que el voto no es obligatorio, el porcentaje de votantes, no demasiado raramente, es menor de cincuenta por ciento. Esa proporción de ausentes, sean cuales sean la causas de esa omisión, es un grave indicador de las deficiencias del régimen. Eso sea dicho teniendo en consideración que la sociedad civil (muy marcadamente el capital privado) tiene con el gobierno que ocupa el Estado complejas y vitales relaciones de poder.
Entre otros casos, sea el voto obligatorio o no, son conocidas en todo el mundo las maniobras de compra de votos, de clientelismo,
de caudillismo, de imposición autoritaria, de mito y megalomanía así como manipulación general publicitaria de las campañas electorales, fuertemente favorecidas por la ignorancia, analfabetismo y la fuerte tendencia a la corrupción de candidatos y electores.
Algunos de los vicios mas tristes y grotescos de ese estado de cosas, consiste en las alianzas políticas partidarias u otras claramente oportunistas, o en la opción de un candidato u otro en función de un aspecto no prioritario de su perfil y programa en detrimento de otras de sus propuestas, mucho más significativas para la sustentación de la vida de toda una sociedad.
Ante ese panorama, quien aspira a una civilización más justa, igualitaria y fraterna, teme encontrarse pronunciando diagnósticos apresurados del tipo de “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”, o “La función esencial del gobierno es convencer al pueblo de que es necesario y justificado”.
Una versión muy difundida de esa ética comicial es la asumida y pública asunción de un cinismo generalizado que excluye de las razones de un voto a cualquiera que contemple los intereses y deseos de la totalidad del electorado. Se vota a quien supuestamente contempla necesidades sectoriales exclusivas aunque las mismas no contemplen o conspiren contra lo que alguien llamó Felicidad Interna Homogénea Básica (FIHB).
El citado cinismo asumido tiene una dudosa virtud: ya no oculta la indiscutible verdad de que los gobiernos de la democracia representativa no “gobiernan para todos”, sino para el sector y los segmentos sociales que los llevaron al poder.

Gregorio Baremblitt